domingo, enero 01, 2006

RITOS Y LITURGIAS


Cuando al pensamiento se le pudo denominar consciencia, el hombre empezó a explicarse a sí mismo a través de ceremonias y rituales, que con transcurrir del tiempo se fueron haciendo más profundos y sofisticados. El principio, la naturaleza y el supremo ejercicio de la caza, fueron el destino y la fuente de inspiración. Los animales poseían un espíritu que se debía respetar, aún cuando el sacrificio de las bestias sirviese para cubrir las necesidades alimenticias de todo un clan. Todo estaba relacionado: la tierra y sus moradores eran una misma cosa. Se pintaba sobre un trozo de roca el animal que iba a ser cazado, o que se acababa de cazar, como un tributo a la víctima o un homenaje a quien había cobrado la pieza. La relación pues entre el animal y el hombre, era dramática, noble y poderosa. No se mataba sólo para alimentarse; el arte de cazar era lo que daba sentido a la vida. Un hombre no era tal, si no era también y sobre todo cazador. Arte y la religión se encontraban fundidos en un mismo fenómeno.
Los tiempos modernos han modificado por completo el panorama. Ya no es necesario cazar. Cierto que todavía hay algunos que lo hacen, pero es un tema que hay que mamarlo desde la infancia y como no lo siento, no voy ha hablar de ello.
Las carreras de caballos propiamente dichas, nacidas de una apuesta entre dos nobles, en la Inglaterra preindustrial de finales del siglo XVIII, suponen la más innovadora e inteligente puesta al día de los ritos ancestrales. Porque una mañana o una tarde de carreras en un hipódromo moderno, no es sino la quintaesencia de la cultura moderna: un prodigio de sensibilidad, un espectáculo único, un deporte magnífico, y para muchos de los participantes, una forma de insustituible de entender la vida.
Supongo que llegado a este punto quién más quién menos pensará que exagero, me he vuelto loco o como poco me he pasado tres pueblos.
Vayamos por partes.
Las carreras de caballos es uno de los pocos acontecimientos (si no el único) que aglutina todos y cada uno de los elementos fundamentales de existencia humana. Como ya he apuntado, por una parte es deporte, es por supuesto espectáculo, utiliza para su desarrollo un espacio amplio y de base natural, como es una pista de hierba o de arena, supone la simbiosis ideal de un hombre y un animal en busca de un reto. La estética de la competición es insuperable, su componente artístico es de primer orden y ha servido de inspiración y motivo, para innumerables genios de la pintura, la escultura, la fotografía y muchas otras artes. La emoción experimentada por quién llega a captar hasta sus últimas consecuencias la esencia del asunto, no tiene parangón. Para poner en marcha semejante tinglado, es preciso el concurso de: criadores, mozos de cuadra, entrenadores, yockeys, propietarios, veterinarios, y un sin fin de expertos en las más variadas materias. Cada uno de los profesionales implicados en el asunto, tiene claro, y así lo siente, que esto no es simplemente una forma de ganarse la vida, sino una forma de vida, que aunque suene como algo similar, no lo es en absoluto.
Lo que hace único el mundo del turf, es la interrelación entre el hombre y el caballo, en un fin tan aparentemente simple como es cubrir una distancia en el menor tiempo posible. Para mí, es la metáfora perfecta: el ser humano dominando a la bestia, pero con un respeto mutuo, formando un tandem ideal en busca de la línea de meta. Una batalla con vencedores y vencidos, pero sin muertos ni humillaciones. Ya lo decía Oscar Wilde: las únicas cosas que merecen la pena, son aquellas que resultan completamente inútiles.
Para quien acude a las carreras con una visión similar a la mía, un día de hipódromo no es solamente una forma sana de pasar el rato. Los aficionado y los apostantes somos mucho más que meros espectadores del espectáculo, todo lo contrario, somos los auténticos protagonistas de este drama. Es nuestra capacidad intelectual para acertar el ganador lo que da sentido a la competición. Somos, o hemos convertido al viejo cazador cromagñon, en un apostante. Hemos sustituido la lanza por las tablas de valores, el arco y las flechas son ahora elaborados métodos analíticos; acudir al padock para ver el estado de forma de los cuadrúpedos, equivale a cuando nuestros ancestros atisbaban desde una colina cual era el animal más débil de la manada, al que debía darse caza.
Y todo ello supone para el auténtico aficionado seguir un ritual largo y complejo, casi litúrgico, que comprende múltiples idas y venidas a los distintos recintos del hipódromo, conversaciones con otros turfistas, cambios de impresiones, revisión de la carrera recién finalizada en el video, consulta de las cotizaciones, decisión final de la apuesta. Y el asunto comienza justo cuando acaba la última carrera del día. Desde ese momento y hasta el próximo domingo, nuestro aficionado ideal, repasará la jornada recién finalizada, examinará los errores cometidos, analizará con detalle los cambios de forma experimentados por los diferentes ejemplares, amen de muchos otros aspectos. A lo largo de la semana irá recopilando información, estudiando cada detalle por pequeño e irrelevante que parezca. Para acudir al fin al hipódromo con el espíritu de un cazador, perfectamente pertrechado con un programa repleto de anotaciones, los prismáticos limpios y la mente alerta para captar cualquier soplo (humano o animal), decisivo para cobrar la pieza.